sábado, 16 de junio de 2012

Aventuras y Desventuras de un Caballero Cualquiera III - 16/06/12



De camino ya a su destino. Cielo encapotado del que escapa algún rayo de sol. Temperatura agradable y ligera brisa. A paso ligero pero sin cansar en exceso a su corcel. No podía dejar de mirar de un lado para otro. Cómo si de un niño se tratase, todo a su alrededor era descubrimiento. Por un momento preguntóse porqué de tal extraño hecho, pues había recorrido multitud de lares desconocidos en sus muchos viajes y nunca tuvo tal sensación. Pronto se percató que no llevaba el yelmo puesto, pues partió con prisas únicamente con la media armadura que le quedó puesta, su espada y las provisiones. Sin el yelmo en su cabeza, ya no había celada que limitase su visón. Ésta se había vuelto amplia y podía percatarse de todo cuánto le rodeaba. Paróse  varias veces en el camino desmontando de su corcel, para acercarse a árboles y flores que parecieran ser la primera vez que veía. No cabía en su asombro de todo lo que le rodeaba: troncos con caprichosas formas, flores de mil colores distintos, nubes con formas conocidas, animales jugando a esconderse, sombras y luces dibujando mil figuras, plantas de infinitas tonalidades verdosas…
Este hecho le dio que pensar: - ¿Cuántas maravillosas cosas no habré visto mientras el yelmo llevaba puesto? - ¿Cuántas veces no habré saludado a algún conocido con el que me crucé? - ¿Cuántos lugares por los que pasé no voy a recordar nunca por no haberlo visto? - ¿Cuánto tiempo hace que tenía tan limitada visión?... Una pregunta tras otra resonaban en su cabeza. Notó también que podía oír mucho mejor. Sentía perfectamente los cantos de los pájaros que le sobrevolaban. Sentía el rumor de los riachuelos escondidos por el frondoso bosque. Sentía el hablar de los campesinos con los que se cruzaba. Y lo más sorprendente: sentía el latir de su corazón en el pecho. Esto último le hacía sentir raramente feliz. Por una parte, alegróse de sentir con claridad los latidos; por otra parte, recordaba que el cofre ya no lo salvaguardaba, cosa que lo tenía preocupado.

Al segundo día de viaje, hizo parada a comer a la vera de un removido río. Dejó suelto a su corcel en los pastos de la rivera y buscó el cobijo de la sombra de un árbol. Un trozo de pan y un pedazo de queso añejo. Vino de la taberna de acompañamiento. Mientras llenaba su estómago escuchaba con atención el remor del agua acariciando las rocas. Divisó en la orilla opuesta una gran y rara flor. Apresuróse en acabar de saciar su hambre para intentar cogerla. Dos brincos dio sobre unas rocas que sobresalían del agua para alcanzar la otra orilla. Antes de acercarse a la flor que había llamado su atención, quedóse por un momento inmóvil pensado en lo que acababa de hacer. Nunca le fue tan fácil moverse con esa agilidad, y pensó en que no llevaba la parte inferior de su armadura. De nuevo algunas preguntan bombardearon su cabeza: - ¿Cuánto hace que no me movía con tanta agilidad? - ¿Cuánto hace que no me siento tan ligero? - ¿Cuánto hace que llevaba la armadura puesta?...
No queriendo pensar más en todo lo que se había perdido durante tanto tiempo, acercóse a la flor, la miró, y la recogió. Pensó que sería un buen presente para regalar a la doncella mañana al encontrarla. Si la encontraba…

Sin más continuó su camino hasta llegar a la aldea. Unas horas después pudo divisarla a lo lejos. Ya estaba muy cerca. El azul del cielo ya era oscuro y el sol se había escondido ya en el horizonte. Buscó un lugar para pasar la noche, pues a esas horas todos estarían ya recogidos en sus hogares.

Era la segunda noche de camino que pasaba a la intemperie. Algo que le gustaba con desmesura. Encender un fuego y sentir el crujir de las ramas consumiéndose. Fijar la vista en los tonos rojos de las llamas. Estirarse en el duro suelo y sentir la humedad de la tierra. No cansarse de contar estrellas. Imaginar formas fantásticas con ellas. Buscar la Luna mientras se quedaba dormido…
Esta noche le costó conciliar el sueño. Pensó en si encontraría a aquella doncella. Imaginaba el momento en que sus ojos se cruzasen de nuevo. Pensó en las mil formas posibles de acercarse a ella y en las mil palabras que le podría decir para presentarse. Pensó en sus ojos. Y esa fue la última imagen que vió antes de quedarse dormido…

El fresco del alba mezclado con el canto de varios gallos lo despertó. Apresuróse en incorporarse y dirigió su mirada hacia la aldea. Aquél era el final del camino. Allí esperaba encontrarla a ella. Allá obtendría las respuestas que anhelaba. Allí estaban esos ojos que lo hipnotizaron… Y más seguro que nunca de sí mismo, aunque algo nervioso y con el corazón latiendo in crescendo, montó a su corcel y dirigió paso hacia la aldea.

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