...
Y después de varios días de recogimiento y
meditación, decidióse al fin a salir de casa. Abrió el postín y dirigió su
mirada hacia el horizonte. Aún no despuntaba el sol, pero la vida en la aldea
comenzaba a despertar. Entró de nuevo en casa, tomó manzanas como desayuno y
dirigióse al armario donde guardaba su
tesoro. Lo abrió y quedóse observando con detenimiento aquella magnífica
armadura que durante tanto tiempo fue su segunda piel. Era escaso su brillo por
el paso del tiempo en desuso, pero aún así los fileteados dorados llamaban
mucho la atención.
Sacó pues su armadura y la colocó encima de la mesa
en el centro de la habitación. Estaba a punto de empezar una ceremonia que
hacía mucho tiempo que no realizaba: pulir todas y cada una de las partes que
componían su lustrosa segunda piel.
Recordaba haberlo hecho sólo en dos ocasiones: la
primera para las nupcias del señor conde, y la segunda el día antes de partir
de su palacete en busca de aventuras y desventuras. Esta vez también era una
ocasión muy especial pues no todos los días parte uno hacia Tierra Santa.
Perdió la noción del tiempo trascurrido mientras realizaba con sumo esmero
dicha tarea. Pieza a pieza iba puliendo con extremo cuidado y delicadeza. Y
mientras sostenía cada una de ellas en sus manos, el recuerdo de alguna batalla
o hazaña le invadía. Cerca de la hora del ocaso acabó su cometido. Apartóse
unos pasos de la mesa para contemplar la belleza del conjunto. Pocas armaduras
estaban tan trabajadas y adornadas con motivos tan bellos. Recordó que cada uno
de esos motivos tenía un importante significado para él, los recuerdos que habían
marcado su vida. Y pensó que le faltaba uno: el recuerdo de lo vivido en estos
tiempos y este lugar, que significó desprenderse su armadura.
Como no conocía orfebre en la aldea ni en sus
alrededores, cogió cincel y maza de madera y se dispuso a hacerlo él mismo. En
la parte frontal de su armadura, a la altura del pecho, más cerca de la
abertura para el brazo izquierdo que del centro, empezó a trazar lo que quería
parecerse a un corazón. Un corazón lleno de cicatrices.
Este ornamento no estaría fileteado en dorado, ni
brillaría a la luz del sol; pero estaba grabado en la armadura con sus propias
manos. Así pues si alguna vez lo olvidase, sólo tendría que dirigir su mirada
hacia el pecho para recordar que debajo latía con fuerza y sin miedo su
corazón.
Acto seguido cogió su espada, a la que sacó brillo y
afiló. Ligera como una pluma, equilibrada como una balanza y fuerte como el
diamante. Cuando la empuñaba sentía cómo formaba parte de él, y una fuerza
sobrenatural le invadía apartando cualquier miedo o temor de su ser. Dirigióse
después al cajón donde guardaba la daga que le regaló su gran amigo tiempo atrás
y con la que estuvo apunto de atravesarse el corazón unos meses atrás. Limpióla
con extremada precaución y afiló con exagerado cuidado, pues no quería por
ningún motivo que desapareciera la inscripción que había en su hoja.
Ya lo tenía todo dispuesto para su marcha. Ahora
sólo quedaba descansar y partir al encuentro de las tropas a las que se uniría
para emprender el gran viaje hacia el este. Tiempo ha, antes de cualquier
batalla se había apoderado de él temores y fantasmas de batallas pasadas; pero
esta noche estaba muy tranquilo por la batalla que iba a afrontar, pues sabía
que difícilmente iba a volver.
Dejó el ventanal abierto de par en par para que la
luz de la Luna
le bañase durante sus sueños. Arrodillóse alzando la mirada hacia el cielo y
fijó sus ojos en el blanco del tan bello astro. Rezó por lo que quedaba de su
alma y ofreció otras oraciones por todas las almas con las que se había
cruzado. Acto seguido tumbóse en el montón de paja i abrazó el pañuelo bordado
con flores que tiempo atrás le regaló la doncella de iris color cielo. Cerró
los ojos e imaginó su olor, pero ya no podía.
Y así pasó su última noche en la aldea que le había
devuelto el latir a su corazón.
………
Nota del autor:
no hay capítulos V y VI pues se perdieron en partes de la memoria que no se
puede recuperar.
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